Ángel Rivero | 26 de julio de 2021
De la desilusión liberal viene el entusiasmo populista. Esta pasión política puede servir para que se atiendan demandas silenciadas; pero se convierte en una amenaza a la democracia misma al transformarla plebiscitariamente en un autoritarismo que se califica de democracia del pueblo.
El populismo es una ideología política que sostiene que la democracia es literalmente el gobierno del pueblo. Puesto que en las sociedades modernas este pueblo con una voluntad y una voz únicas no existe y el pueblo, conjunto de los ciudadanos, se manifiesta a través de una pluralidad de voces distintas, los populistas salvan este inconveniente adjudicándose ellos mismos su portavocía: «En el nombre del pueblo» fue el slogan electoral de Marine Le Pen en las elecciones presidenciales francesas de 2017; y «La voluntad de un pueblo» el de Artur Mas en las elecciones catalanas de 2012. El pluralismo constitutivo de las sociedades modernas se transforma de la mano de los populistas en una única voz y en una única voluntad.
Ciertamente, hay una razón en el populismo que tiene que ser tomada en cuenta. Cuando determinadas cuestiones están en el discurso cotidiano y no son abordadas por los políticos se crea una ventana de oportunidad en la que el político populista puede dar voz a reclamaciones desatendidas. Esta politización de cuestiones orilladas es sin duda positiva y restaura la política como espacio de la negociación y del acuerdo. Pero las virtudes del populismo terminan en este punto. Cuando en nombre de la democracia califican de falsa la democracia existente -¡Democracia real ya!, ¡No nos representan!- y prometen una democracia más auténtica, una verdadera democracia del pueblo, entonces sobrevienen los problemas. Eso sí, ha de notarse que el entusiasmo democratizador del populismo encuentra su oxígeno en la desilusión liberal, y esta sobreviene cuando la fe en la democracia constitucional, la que nos permite a todos vivir libremente y en paz, se deteriora como resultado de algún tipo de crisis: económica, política o de representación, social por la desigualdad o cultural.
La concepción de la democracia del populismo, su definición instantánea de democracia como gobierno del pueblo, va directamente contra los fundamentos mismos de las democracias existentes. Como ya hemos visto el pueblo de las democracias es constitutivamente plural y solo habla con una voz a través de las leyes que son resultado de la negociación y del acuerdo. Sin embargo, el político populista entiende la democracia como la afirmación de una voluntad virtuosa, la que él encarna y llama pueblo, contra sus enemigos, contra los enemigos del pueblo; contra los enemigos de la democracia. De este modo, en la ideología del populismo hay dos actores en toda sociedad democrática: el pueblo y los enemigos del pueblo. Estos últimos son calificados mediante una larga lista de improperios: oligarquía, casta, trama, etc.
En este esquema antagonista, porque quien no es pueblo es definido como enemigo del pueblo; y maniqueo, porque la voluntad del pueblo es siempre justa y virtuosa, y la del no pueblo viciosa y corrupta; el espacio de la política, de la negociación y del acuerdo desaparecen porque la democracia es, ya nos lo han dicho, el gobierno del pueblo. Y si esto es así, comprometer esa voluntad en una negociación es apartar al pueblo del gobierno.
Así pues, el populismo habla de la democracia del pueblo, pero se otorga su voz, vox populi, vox dei o mejor vox oratori, vox populi para legitimar su acoso y derribo al discrepante o al adversario que queda reducido a la categoría de enemigo del pueblo. Puesto que en las democracias existen instituciones destinadas a la limitación del gobierno como mecanismo de salvaguarda de los derechos de los individuos, el político populista calificará estas instituciones de «contra mayoritarias», esto es, las degrada a la condición de instrumentos que limitan, reducen o coartan la voluntad soberana del pueblo. ¿Cómo se pueden democratizar estas instituciones? Pues de manera muy sencilla: aboliendo su independencia y sujetándolas al control del pueblo, es decir, del ejecutivo, que habla en nombre del pueblo. La paradoja del populismo es que en nombre de la democracia conduce directamente al autoritarismo.
En la ideología del populismo hay dos actores en toda sociedad democrática: el pueblo y los enemigos del pueblo
Si la institucionalidad democrática le resulta molesta al populismo, el pluralismo en la esfera política le resulta insoportable. Puesto que el pueblo tiene una única voz, la que encarna el político populista, el pluralismo político resulta anómalo y el pluralismo informativo sospechoso. Si la voz del pueblo es la única que expresa la verdad -aquí sí vox populi, vox dei– las voces discrepantes son las de la mentira. Por eso, el político populista le tiene tan poco aprecio a los adversarios políticos y ambiciona el control de los medios, para desde ellos conectar directamente con su pueblo y así hostigar a los medios independientes, tachados de portavoces serviles y corruptos de la oligarquía.
De la desilusión liberal viene el entusiasmo populista. Esta pasión política puede servir para que se atiendan demandas silenciadas; pero se convierte en una amenaza a la democracia misma al transformarla plebiscitariamente en un autoritarismo que se califica de democracia del pueblo. Cuando este umbral se traspasa, el entusiasmo del populismo convierte el liberalismo en mera ilusión.
Puedo imaginar un futuro sin democracia liberal, pero no un futuro donde la respuesta a los problemas que se planteen no consista en volver a las esencias de la democracia liberal.
Me pregunto si realmente es el liberalismo lo que queremos conservar, y si es el liberalismo la solución única o principal a nuestros problemas.